Editorial Octubre 2021 “¿Cualquier disco pasado fue mejor?”

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Cada país tiene su idiosincrasia, su forma de ser y de actuar ante situaciones y modos de vida. Son virtudes y defectos que, aunque siempre con los riesgos de generalizar, se pueden aplicar tanto por nacionalidades como por regiones dentro de un mismo país. No tiene por qué ser cierto que todos los franceses sean chauvinistas, los suecos de carácter frío o los norteamericanos unos incultos en lo que pase fuera de su país. Igual que los catalanes no tienen por qué ser tacaños, los madrileños chulos o los andaluces graciosos. Pero sí hay algunos otros elementos que, sin ser tan estigmáticos, se dan con frecuencia en algunos sitios, como parte de nuestra forma de ser.

Entre los defectos que tenemos los españoles hay uno del que quiero hablar. Se trata de la afición a encumbrar a alguien y ponerlo en un pedestal para, cuando está ahí bien visible, atacarle. Nos encanta levantar a alguien y después, simplemente por el hecho de estar encumbrado, empezar a cargar contra él. Esto sucede en todos los ámbitos de la vida cotidiana, también en la música, que es lo que nos atañe aquí. Son pocos los grupos que alcanzan el éxito masivo y todos ellos son acusados, tarde o temprano, de “vendidos”. Parece que los rockeros somos celosos de nuestras bandas, dándose la incongruencia de desear que triunfen y, en caso de hacerlo, molestarnos por ello.

También es habitual la sensación de que, si un grupo consigue un nivel extraordinario en un momento de su carrera, está obligado a mantenerlo toda la vida. Es decir, si hace 25 años sacó un disco de 10, si dos décadas después siguen sacando discos de 8, siempre serán despreciados ante aquellos grupos que nunca han pasado del 6.

Voy a concretar un ejemplo reciente. Iron Maiden acaba de sacar disco nuevo (comentado aquí, por cierto). Antes de darle mi primera escucha, asistí anonadado a un encendido debate en las redes sobre él. La mayoría eran ataques furibundos por parte de personas que se confesaban seguidores del grupo desde sus primeros tiempos. Una vez escuchado el disco con detenimiento, descubrí en él varias cosas que quiero compartir:

  • El disco sigue la línea de los anteriores, saliendo mejor o peor parado en la comparación dependiendo del gusto de cada cual y del referente a comparar. Su estilo no puede ser una sorpresa para quien haya seguido la carrera de la banda en la última década.
  • Iron Maiden están lejos de sus discos míticos. Teniendo en cuenta que su época más gloriosa (desde “The Number Of The Beast” en 1982 a “Seventh Son Of A Seventh Son” en 1988) queda a más de 33 años de distancia, lo raro sería que a día de hoy mantuvieran el mismo nivel de inspiración y energía.
  • Que músicos ya sexagenarios (el más joven es Bruce Dickinson, con 63 años y el más viejo Nico McBrain con 69) sigan haciendo Heavy Metal con esta energía es algo sorprendente y meritorio. No les pidamos que sigan dando los mismos saltos y carreras que les veíamos cuando eran veinteañeros.

Hay un elemento también muy importante que mucha gente parece ignorar: Los discos que nos engancharon cuando éramos jóvenes (incluso adolescentes) nos han formado como rockeros y como personas, siendo parte muy importante de nuestra vida. Esos discos (cada uno que elija los que correspondan) están asociados no sólo a esa época concreta de nuestra vida, sino a unos sentimientos especiales que van más allá de la música. Por todo eso, son insustituibles, venga lo que venga detrás, aunque tuviera la misma calidad (o más). Da igual que Iron Maiden sacara el año próximo un disco objetivamente mejor que “The Number Of The Beast”, nosotros siempre elegiríamos aquel que nos voló la cabeza en 1982.

Yo siempre pongo el mismo ejemplo. Si preguntáis a un rockero de mi generación por su disco favorito de la carrera Judas Priest, su elección se moverá entre “British Steel” (1980), “Screaming For Vengeance” (1982), “Defenders Of The Faith (1984) o “Turbo” (1986), dependiendo de los gustos. Sin embargo, si el encuestado es más joven, seguramente elija “Painkiller” (1990). Y si es más veterano, no os extrañe que os diga “Sin After Sin” (1977). Esta es una prueba de que el componente emocional, la época de nuestra vida en la que nos influye un disco (o un grupo) concreto, marca definitivamente nuestra relación emocional con él.

La música no es una competición. No se puede establecer un ranking objetivo de discos, grupos o músicos. Está claro que siempre habrá algunos que estén en el olimpo de los mejores y otros queden en el montón de los más normalitos, pero el componente personal, la relación que cada uno tenga con ellos, siempre será subjetiva.

Por ello, mi denuncia desde aquí a todas esas expresiones de enfado y desprecio hacia grupos y músicos, por el mero hecho de que nos guste su último trabajo. Estoy convencido de que todos ellos, del primero al último, dan lo mejor de sí mismos en cada momento. Después dependerá de su talento, trabajo e inspiración que esos trabajos lleguen al público con mejor o peor calidad. El público es soberano y cada cual elegirá sus opciones, que afortunadamente son muchas y variadas. “Dadme oferta que yo me encargo de la demanda” (Pears dixit).

He dado ejemplos internacionales (Iron Maiden y Judas Priest) pero lo mismo se puede aplicar a nuestros músicos, con el agravante de que los nuestros nunca se han hecho millonarios con su música. Así que, como no hay dinero, su única motivación es el placer personal de hacer música y hace que sus esfuerzos tengan aún más mérito. Nos guste o no el resultado de ese esfuerzo, es algo que hay que agradecerles siempre.

Santi Fernández “Shan Tee”