El Hard Rock y el Heavy Metal nacieron en los ’70 y vivieron su período de máximo esplendor en los ’80. Esos son datos incuestionables. La irrupción de estos estilos en el panorama musical mundial coincidieron, además, con el final de la dictadura en España y los años de la transición, época en que los españoles estábamos deseosos de disfrutar de esta recién recuperada libertad y, como una botella de champán recién descorchada, teníamos una energía desbordante que canalizar. La música no sólo era el vehículo ideal, sino que fue el hilo conductor de lo que se llamaron “tribus urbanas”, movimientos sociales con unas características muy definidas en las que se unía a las personas por su imagen, actitud y gusto musical. Rockers, punks, mods, new-romantics… y heavies. Cada grupo tenía un sentimiento de hermandad y camaradería, un ideario y unos ídolos, además de la música y la forma de vestir.
Con el paso de los años, estas tribus se fueron diluyendo. A día de hoy todo aquello pasó, las tribus desaparecieron y únicamente los heavies (y en menor medida los punkies) mantenemos la llama de lo que un día fuimos. Además, esta llama está alimentada por los mismos que la sostuvimos en su día, aunque (salvo honrosas excepciones) ya no seamos adolescentes sino maduritos poco interesantes. Cualquiera que sea más o menos de mi quinta (nací el mes 6 del año 66, todo un presagio) sabrá de qué estoy hablando.
Como en todo grupo social, a este sentimiento de grupo se le acercaba gente que no pertenecía a la “tribu” pero que compartía alguno de nuestros gustos, sobre todo musicales. Por supuesto, es perfectamente lícito que el gusto por el estilo musical no implique ser consecuente con el resto de características del grupo. Personalmente jamás tuve ningún problema con ello, ni siquiera en aquellos años en los que la adolescencia me hacía ser más visceral y menos racional.
El pasado mes de noviembre hemos asistido estupefactos a un enfrentamiento entre dos figuras muy importantes del Rock nacional, una guerra dialéctica brutal entre dos conocidos músicos que un día fueron amigos y al que las acusaciones vertidas en redes sociales han dinamitado un trato que hasta ahora había sido cordial. Estoy hablando de Óscar Sancho, cantante de Lujuria, y José Luis Campuzano “Sherpa”, antiguo bajista y cantante de Barón Rojo y que ahora lidera su propio grupo Los Barones.
Estamos viviendo unos tiempos muy duros. La pandemia y las restricciones que nos ha traído han mostrado lo peor de nosotros mismos. Lejos de unirnos ante la desgracia, esta presión ha sacado a la luz la visceralidad de cada cual y ha eliminado ese filtro llamado “respeto” que permite una relación cordial entre personas con ideas muy diferentes.
La disputa entre estos dos músicos no ha sido la música, quizás lo único que los une. El detonante ha sido la política, por desgracia. Eso que todo lo emponzoña y que separa no sólo a amigos, sino incluso a familiares. Vivimos en un país en el que la política se vive como el fútbol, como hooligans de nuestras ideas, y eso pasa factura.
He de decir que la mecha la encendió Sherpa, el cual hace tiempo que viene vertiendo en redes sociales sus opiniones políticas, cada vez más escoradas a la derecha. Su pensamiento y sus opiniones, cada día más cercanas a VOX (hasta el punto de anunciar su próximo voto a esa formación) le han hecho alinearse con las ideas del partido de Santiago Abascal, incluyendo comentarios racistas, xenófobos y de incitación a la violencia. Y ahí Óscar, quien nunca se ha callado antes estas cosas, salió para denunciarlo. No fue el único, las opiniones de Sherpa han escocido (y defraudado) a la mayoría de quienes le admiran por su trayectoria como músico, pero Óscar se ha erigido (creo que sin pretenderlo) en el muro que ha dicho “hasta aquí hemos llegado”.
El enfrentamiento está vivo en redes sociales y no quiero ni puedo reproducirlo aquí. Me apena mucho haber llegado a esta situación y comprobar de nuevo, pues ya lo sabía, que las ideas de Sherpa distan mucho de la conciencia de “tribu” a la cual yo siempre he creído pertenecer. Su idea de libertad “a lo VOX” choca también contra mis ideas. Ningún razonamiento racista o xenófobo tendrá nunca mi aprobación. Aquello de “El malo del guion era su tipo a imitar” que cantaba en “El malo” tiene menos gracia si al que imitas es el líder de una formación de ultraderecha.
Siempre he creído que “los heavies” somos diferentes. Es una idea romántica, seguramente desfasada, que adopté en los ’80 y que mantengo a día de hoy, seguramente por nostalgia. En ella, el Rock no es sólo un estilo de música, sino una forma de vivir y de pensar. Un sentimiento de hermandad entre nosotros que quizás sólo se entienda si se vivieron aquellos años. Óscar Sancho representa a la perfección ese concepto, pero Sherpa siempre estuvo fuera. Un extraordinario músico y compositor, autor de algunas de las mejores canciones del Rock nacional, pero que nunca fue uno de nosotros, aunque durante algunos años lo pareciera. Es una lástima, porque tiene talento de sobra para la música, pero ahí se acaba su conexión con sus seguidores, que ahora asisten atónitos a sus salidas de tono.
A sus 70 años recién cumplidos, la carrera de Sherpa está dando sus últimos coletazos. Excluido de la despedida de Barón Rojo, dudo que su último proyecto Los Barones se recupere del parón de la pandemia y el desencanto en la mayoría de sus fans por la actitud de su líder. Aun así, me gustaría pensar que dentro de unos años, una vez pasado el calentón por este enfrentamiento por ideas políticas, Sherpa pase a la historia del Rock por sus canciones y su pertenencia a una de las bandas más importantes que ha dado este país.
Santi Fernández “Shan Tee”