¿Cuál es el mensaje del rock and roll? ¿Hay, o hubo, intereses escondidos tras este estilo de música? ¿Por qué el rock es un medio muy usado para la protesta? ¿Puede la música moldear a la juventud? Éstas y otras cuestiones son obligadas cuando intentamos situar un estilo de música en un contexto social, histórico y cultural. El rock no ha existido siempre y quizás no exista para siempre; puede, incluso, que ya haya muerto y resucitado más de una vez adoptando nuevas formas. En definitiva, el rock and roll y sus variantes son hijas de una época… que vino marcada por un conflicto ideológico.
El rock es de los pocos estilos de música popular pensado para ser escuchado con un mínimo de atención, y no para ser bailado (por oposición al disco, dance, funk…). Tampoco está pensado para ser un acompañamiento, un “ruido de fondo”, sino que requiere de los sentidos del oyente. Y, además, la inmensa mayoría de bandas de rock tienen un cantante y unas letras (más o menos funcionales). Así, cuando mezclamos un estilo que gusta a las masas y que les pide su oído y su atención, con un discurso, por banal que sea, nos encontramos con una herramienta muy potente para influir en las nuevas generaciones. Si a ello añadimos la fidelidad a unos principios que los acólitos exigen a su banda, y la banda a sus acólitos, se multiplica el efecto adoctrinador.
El rock es un producto americano. Nace a mediados de los años ’50 en plena era de tensión entre los bloques de Estados Unidos y la URSS. Y hasta 1964, los dueños del rock and roll son productores musicales americanos. Ellos deciden quién suena en la radio, quién graba en Sun Studio o en Chess Records, quién toca con Elvis, etcétera. Los primeros diez años de la existencia del rock, desde Bill Haley a los Beach Boys, vienen marcados por la comercialidad inherente de este nuevo producto.
¿En qué consiste esta comercialidad? Por un lado, la música debe ser muy rentable, y para ello se cortan las alas de la experimentación en seguida, tratando a los oyentes como poco menos que de estúpidos. Por otro lado, los artistas de rock adoptan una actitud rebelde pero en ningún caso antisistema: igual que la contrariada sociedad americana que los protege, los primeros rockeros son individualistas, despreocupados y abogan por la total libertad, pero ni se te ocurra meterte con su bandera, su país o su cultura. A su vez, las empresas de rock (discográficas, radio, locales, la incipiente televisión) se dan cuenta rápidamente de que el público imita a sus ídolos, y de que la juventud es un cliente específico potencial. Se popularizan las camisetas blancas por oposición a las camisas que vestía la generación que había ido a la guerra, así como las motocicletas o el peinado para atrás como señas distintivas de la nueva generación. “Distinguirse” no sale gratis, y hay que hacerlo siguiendo los cánones.
La primera generación que ve nacer el rock no cuenta con una protesta organizada, como sí la habrá más tarde en la California hippie. Es una generación egocéntrica y presumida que consume y devora mercantilmente todo cuanto ve. Los medios lo saben: no tardarán en aparecer programas musicales (The Johnny Cash Show) o en hacerse películas con estrellas del rock (Blue Hawaii, con Elvis). La rebeldía es tolerada porque es rentable, pero no puede romper con el establishment y sus normas. Cuando Jerry Lee Lewis se fuga con su prima de 13 años, por ejemplo, se arma un cristo considerable.
En resumen, tras su capa inicial de rebeldía y desacato, el rock and roll de los años ’50 promueve una ideología consumista (ese disco de Navidad de Elvis…¡impagable!), patriota (“There is no way like the American way”, “Viva Las Vegas”) y con un ojo puesto en expandirse por el mercado europeo. Si el Plan Marshall supuso un regalo económico para Europa, el rock and roll supuso un regalo cultural. En ambos casos, tanto el pan como el circo conllevaban una lealtad al sistema capitalista.
¿Fue el rock and roll una moda inventada por el imperialismo americano? Para nada. Fue una fusión del R&B negro y del C&W blanco en un momento en el que se empezaban a superar las fronteras raciales. El rock no lo inventaron grandes empresas, sino grandes músicos. Pero la proyección que tuvieron estos músicos no vino determinada por su talento o calidad: Chuck Berry traspasó el Atlántico mucho más tarde que Elvis, a pesar de ser superior a él en cuanto a talento musical. Elvis era un “embajador” mucho más guapo y mucho más blanco. Más tarde, el rey del rock se reuniría con el presidente Nixon para remediar el “anti-americanismo de los Beatles” en 1970. Ninguna letra de rock and roll hablaba o criticaba la política, el racismo o el machismo en sus inicios. Hasta 1964, el rock se llevaba estupendamente con el sistema económico y de valores del primer mundo.
La Unión Soviética no podía competir con algo como el rock and roll, pero el tiempo daría una vuelta a la tortilla. En 1964, con el éxito mundial de los Beatles, ese pequeño niño malcriado que era el rock empezó a desviar su conducta de una forma preocupante: fumando marihuana, lamiendo tripis, viajando en una Volkswagen T2, dejándose el pelo largo y abogando por el pacifismo. Bob Dylan, Simon & Garfunkel, Neil Young, The Grateful Dead… estaban separados musicalmente entre sí pero no ideológicamente. Empezó a florecer el rock de garaje independiente, discográficas inglesas, sonidos exóticos… En definitiva, los productores americanos habían perdido la tutela legal del rock and roll. Los hippies se adueñaron de él. Al fin había llegado el Octubre Rojo y la Revolución Francesa para el rock (o, según como se mire, la Semana Trágica para las discográficas).
Bandas como Creedence Clearwater Revival, MC5, King Crimson o The Mamas & The Papas se convierten en la banda sonora de una generación totalmente en contra de la Guerra del Vietnam. El rock ha empezado a hablar de política. Si los rockeros de los años ’50 eran una especie de cowboys, unos tipos duros y llaneros solitarios, en los ’60 el grupo, la pandilla, cobra protagonismo, y el estereotipo de la masculinidad individualista cede terreno al del estudiante comprometido con las causas de su momento. En diez años, el rock pasa de comer bistecs a seguir una dieta vegetariana y sin gluten. El rock deja de ser una herramienta al servicio del sistema para convertirse en una molestia para algunos miembros de ese sistema.
Aunque, desde luego, no para todos. Cuando la reina de Inglaterra recibe a los Beatles en 1965 sabe muy bien qué está haciendo. Está agradeciendo la publicidad mundial de la Commonwealth y de la Union Jack que le hacían (¡gratis!) los de Liverpool. El éxito del inglés como lengua franca en el primer mundo es debido en parte al rock and roll de mediados de los ’60. ¿Cómo iba a competir la URSS con esto? La polka no mueve muchedumbres. ¿Y por qué no pudo ser el francés? Porque Edith Piaf ha perdido la batalla contra Elvis antes de empezar.
La recuperación del blues por parte de músicos blancos (Eric Clapton, John Mayall, Alvin Lee) a mediados de los ’60 también ilustra esta vuelta de tortilla. Blancos que veneran a artistas negros… impensable diez años antes. ¿Y qué hay del rock progresivo? Las letras de Pink Floyd no dejan títere con cabeza (“Money, so they say, is the root of all evil today”). ¿Rock anticapitalista? Pues sí. Pero quizás el hecho que fastidió más a algunos fue que América dejara de ser la sede del rock and roll, y pasara a serlo Inglaterra. Aquello ya era un robo en toda regla.
Allí, en Albión, nace la intelectualidad rockera (Yes, Genesis, ELP), más pendiente de alimentar su ego que de llegar al público, a principios de los ’70. El rock deja de venir marcado por la comercialidad. Los álbumes experimentales de Neu!, Tangerine Dream o Soft Machine “exploran” el rock desde este lado del Atlántico. El rock experimental, progresivo, sinfónico, krautrock o electrónico en esta primera etapa es un género que se mira mucho al ombligo. Me refiero a que es un estilo “introvertido”. Los músicos hablan de sus inquietudes y las plasman en la música. Algo similar ocurrirá con el heavy metal y el grunge, salvando las distancias.
El rock and roll de los ’50-‘60 era, por el contrario, “extrovertido”: las letras hablaban de la chica que te dejó colgado el sábado, de bailar rock en la cárcel o de que ella te quiere, sí, sí, sí. El punto máximo de extroversión, sin embargo, llegaría con la revolución del punk a mediados de los ’70, concebida precisamente como una reacción al rock más sofisticado. Y con la extroversión radical del punk, la cosa se nos desmadra del todo. Donde antes había libertad y protesta pacífica, ahora se queman banderas.
Anarquismo, anticapitalismo, anti-Reaganismo… se incorporan a un movimiento que acabaría siendo víctima de su éxito y devorado por la industria. Las letras del punk hablan de la realidad de una forma crítica y rebelde, y no de inquietudes personales de los músicos. El punk está volcado hacia fuera. Paralelamente nace el rock soviético a finales de los ’70 y el oi!, un punk-rock totalmente politizado, en Inglaterra. Es decir, el rock es ya cien por cien internacional y puede mudar de ideología como un camaleón.
Los músicos de punk y los de rock “clásico” se disputan los fans con actitudes opuestas: ya sea atacando el sistema, riéndose de él y criticándolo (Sex Pistols, The Ramones, Dead Kennedys), ya sea erigiéndose como unas figuras que se aprovechan de ese sistema, a quienes el capitalismo ha sonreído y pueden dedicarse al sexo, a las drogas y al rock and roll desenfrenados (Aerosmith, Grand Funk o bandas de glam rock como New York Dolls).
Mientras el sistema aplaude a los segundos, se pregunta cómo sacar jugo de los primeros, cosa que realizaría poco después. Con el rock intelectualizado en jaque mate, a finales de los ’70 el panorama rockero se divide esencialmente en bandas de punk, de rock duro, flipados del blues y británicos con ganas de travestirse (David Bowie, Peter Gabriel, Slade). La música comercial no tardaría en explotar el glamour de éstos últimos mezclándolo con los sintetizadores para parir la peor abominación musical del siglo XX: el pop ochentero. Y mientras se crean templos para consumir –que no escuchar- música y esnifar droga, es decir, las primeras discotecas, la música se vuelve propensa a ser gozada bajo los efectos estupefacientes y de forma masiva.
De hecho, las drogas de moda, vendidas en el mercado negro o “circuito B” del capitalismo, ayudan mucho a entender la música de moda: el LSD y los grupos de garaje psicodélicos en los ‘60; la heroína y la sofisticación de los Velvet Underground en los ‘70; la coca y la energía azucarada de un Michael Jackson en los ’80; las drogas sintéticas y el techno o el dance en los ’90.
Pero hay algo mucho peor que las drogas: los videoclips. La industria, después de engullir el punk y desterrar la experimentación, consigue con los videoclips que consumas música igual que vas a los grandes almacenes. No es casualidad que cuando el videoclip está en su auge máximo de popularidad, Gorbachev empiece a darse cuenta de que la URSS ya no es viable. A pesar de todas las disidencias en los ’60 y en los ’70, el rock ha ganado la batalla mediática y “vende” un estilo de vida envidiable y, por encima de todo, nada comunista. Si exceptuamos a los outsiders sectarios del heavy metal, el resto de parroquianos del panorama pop-rock adoran el sistema que les permite procesar sus baterías, comprarse un Casio y ser alternativos; y es que por mucho que los hipsters vayan de contraculturales, a la hora de la verdad se comportan como los jefes sindicales que toman el té y las pastas con la patronal.
El heavy metal es la última oleada rockera antes de la disolución de la URSS y, por ende, del fin de la Guerra Fría. Los músicos de heavy metal retratan sus fobias e inquietudes en sus letras y en las portadas de los discos, pero no son tan egocéntricos como el grunge posterior. Mientras que Alice in Chains o Pearl Jam hablarían de sus penurias personales que a nadie importan demasiado, el heavy metal plasma el horror del mundo circundante en sus canciones. “Soviet Invasion” de Witchfinder General, “2 Minutes To Midnight” de Iron Maiden o “I Want Out” de Helloween (referida, tal vez, al muro de Berlín) sirven para retratar la última y tensa etapa de este conflicto mundial en el que el rock también tuvo su papel simbólico.
Si los músicos de pop rock y glam rock se sentaran en el parlamento francés, lo harían muy a la derecha, cerca de los moderados girondinos; más a la izquierda habría el rock psicodélico, el krautrock o el folk sesenteros, sentados con los radicales jacobinos y dispuestos a acabar con el sistema. El punk ya roza el bolchevismo, por oposición al rockabilly de los ’50, con un Tea Party y Asociación Nacional del Rifle propios. Todo ello demuestra que el rock se ha ido posicionando políticamente cada dos por tres, en una pugna por pertenecer o destruir el sistema que lo vio nacer. El imperialismo cultural americano encontró en el rock un arma poderosa, aunque quizás la menospreció demasiado y no la utilizó lo suficiente. Es posible que con Elvis por en medio, la crisis de los misiles en Cuba hubiera acabado antes. “We can’t go on together with conspicious minds”, se les podría haber cantado a los soviéticos, y todos felices.
Jaume “MrBison”