La corrupción de la armonía: los años noventa y su revolución musical

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PENTAX DIGITAL CAMERAAlgunos pocos afortunados hemos podido gozar de un privilegio único: heredar una colección de discos. Ya sea en vinilo o en compact disc, hay pocas cosas más ilusionantes que saber que la colección de tu padre, de tu tío o de un colega que ha cambiado de intereses te pertenece, o te pertenecerá algún día. La mayoría de las veces nuestras preferencias y gustos no coinciden con los del “donante”, pero siempre se encuentra algo aprovechable en las colecciones ajenas, por lo general llenas de discos antiguos. Por eso mismo tienen un plus de nostalgia, casi de historia, muy interesante: coger el vinilo polvoriento de “Master of Puppets”, por ejemplo, y pensar que aquello revolucionó la música en 1986 tiene algo mágico. Y es que ojear colecciones de (buenos) discos es algo parecido a revisar el pasado. Ahora convertidos en clásicos, estos discos fueron “lo último” en su momento.

Si trazáramos una línea que fuera uniendo, en un orden cronológico, los “ahora clásicos, en su momento lo último” del heavy metal, nos daríamos cuenta de lo siguiente: por un lado, el metal se va “endureciendo” con el tiempo; por el otro, hay revivals de sonidos “antiguos” cada dos por tres, especialmente a partir de la segunda mitad de los años ochenta. Basta con ver los lanzamientos anuales de hace unas décadas, ya se trate de discos de éxito inmediato o discos de éxito posterior (es decir, “de culto”), para observar dos tendencias, dos grupos de discos: los discos que apostaban cada vez más por la contundencia, y los que preferían conservar los sonidos clásicos del género.

En 1991, por ejemplo, tenemos “Painkiller” de Judas Priest, “Arise” de Sepultura o “Like an ever flowing stream” de Dismember en el primer grupo (recordemos, además, los lanzamientos de Death, Entombed, Morbid Angel o Carcass de ese año). Discos revolucionados y brutales, “lo más nuevo” en su momento porque no había nada parecido a aquello en nuestro estilo. Por otro lado, en el segundo grupo, tenemos “Innuendo” de Queen, “Use your Ilusion II” de Guns and Roses, o “Roll the bones” de Rush (además de lanzamientos de Alice Cooper, Jethro Tull o Van Halen), discos todos ellos que recuperan el sonido primerizo del rock duro, en los que el sonido “clásico” del heavy-rock ha “cristalizado”, como si los años no hubieran pasado para ellos.

Esta “doble tendencia”, por raro que parezca, no es exclusiva del mundo del metal. En otros estilos de música popular ocurre algo parecido a lo largo de su historia: mientras un estilo va cristalizando y ganando artistas jóvenes que lo conservan, hay una rama del mismo que endurece ese estilo. Por “endurecer” entiendo potenciar los sonidos contundentes, acelerar los tempos y utilizar los efectos de estudio para conseguir un sonido impactante.

Lo interesante de esto es que los “endurecimientos” de muchos estilos de música distintos se dan en un mismo momento: entre finales de los años ochenta y principios de los noventa. En muchos casos, los artistas “clásicos” siguen tocando y gozando de prestigio, pero no quieren saber nada de los derroteros que ha tomado su estilo. El grindcore, el crust punk, el death metal y un largo etcétera de géneros son un ejemplo de ello en el caso del rock. Todos ellos conviven con otros estilos más antiguos hasta el día de hoy. La diferencia, para mí, es que estos géneros más recientes han pasado por un filtro. Un filtro por el que pasaron muchísimos músicos hace 25 años, y no sólo de rock/metal.

Cambiemos momentáneamente de estilo: el funk clásico de los años setenta (Ohio Players,reportaje_noventa2 Parliament) fue conservando bandas “clásicas” hasta el nuevo milenio (The Gap Band, Dazz), pero a su vez nacieron subgéneros (electro-funk) con unas bases rítmicas contundentes y sonidos casi cacofónicos (Afrika Bambaataa, Mantronix) no aptos para todos los oídos. Curiosamente, esto último ocurrió en un período muy concreto: entre mediados y finales de los años ochenta.

Es cierto que la mayoría de las veces salen nuevas etiquetas, nuevos nombres con los que referirse a estos estilos derivados que ya no respetan el sonido “clásico” de su género. Sin embargo, también es innegable que, aunque los nombremos ya con otra palabra, esos nuevos géneros se enmarcan en la misma tradición que su equivalente clásico. Dicho de otro modo: que se trata de una nueva rama, pero que nace de un género anterior.

La música del siglo XX se ha ido ramificando constantemente, y un buen ejemplo de ello es el rock. De Elvis a los Beatles, de los Beatles a Led Zeppelin, de Led Zeppelin al heavy metal clásico, etcétera, el cajón de sastre que llamamos “rock” ha ido mudando de pieles cada cinco o diez años. A finales de los años ochenta y principios de los años noventa, el rock/metal hacía su metamorfosis periódica: grunge, indie rock, rock de garaje… eran géneros que revitalizaban el rock. Pero junto a éstos, en el mundo de la música popular (no sólo rock), se dio una evolución que traspasó las fronteras de muchos géneros. A pesar de pertenecer a tradiciones, a estilos y “mundillos” muy separados entre ellos, los distintos estilos musicales de los años noventa rompieron con todo lo anterior… y lo hicieron todos de una manera similar.

Y es que a finales de los años ochenta, la música electrónica y todas sus variantes no tardaban nada en crear un equivalente “hardcore” para sus subgéneros de apenas diez años de edad. Muchas veces esto daba pie a géneros totalmente nuevos, bautizados con un nombre distinto, pero que en última instancia derivaban de un estilo anterior. El heavy metal no tardó mucho en hacer lo mismo: la única diferencia es que nosotros no lo llamamos “hardcore”. Lo llamamos “metal extremo”.

Hace unos escasos meses, un servidor publicaba en esta misma web un reportaje hablando de algunos factores extramusicales que marcaron al heavy metal en sus inicios. Su éxito masivo, el hecho de tener el estudio como su hábitat natural o de tratarse de un fenómeno internacional eran algunos de los puntos que me suscitaron interés y que intenté explicar. Pero hoy me gustaría hablaros del heavy metal y su relación con una esfera más amplia: la esfera de la música popular de finales del siglo XX. Como intentaré explicar, el metal es partícipe y a la vez testigo de unos cambios en la música popular que removieron sus cimientos hace ya veinte años.

Volvamos a 1991. ¿Qué ocurre a caballo de los años ochenta y los noventa para que la música popular empiece a explotar la contundencia de forma tan exagerada? Los años ochenta traen bajo el brazo una tecnología electrónica y digital que la música incorpora. Algunas figuras ganan importancia: la música es un pájaro en una jaula, y los locutores de radio, los dueños de los locales y sobre todo las grandes cadenas musicales de televisión tienen la llave de esa jaula. El videoclip arrasa desde 1983, y todo single que se precie debe tener uno. Si en los años sesenta los grupos de música estaban empezando a sacar LPs y no solamente singles (incluso Bob Dylan y Frank Zappa se adelantaban a sus tiempos y sacaban ya LPs dobles), los años ochenta suponen dar un paso atrás en este sentido: la música pop recupera la inmediatez que había ganado con unos primeros Beatles y pierde la experimentación y elaboración de los setenta (muestra de ello es que Genesis y Yes, viejos estandartes del rock intelectual, se dedican a hacer pop puro y duro en esa época). En parte gracias al videoclip, la música “mainstream” vuelve a ser algo inmediato, rápido y fácilmente digerible, con énfasis en una melodía pegadiza que te recuerde que debes comprar el disco. En el mundo del rock, la contra-revolución del punk a finales de los setenta ha marcado un punto de no-retorno: el rock vuelve a ser algo popular, y no intelectual o experimental.

reportaje_noventa_3Los años ochenta, tanto en música pop como en rock y heavy metal, son los años de los estribillos pegadizos, a veces de las baladas, otras veces de los “temazos” que canturreas en la ducha sin darte ni cuenta. Con contadas excepciones (la contra-escena de Nueva York capitaneada por unos Swans o unos jóvenes Sonic Youth), el rock y el heavy metal que triunfan entre el público constan de temas sucintos, concentrados y “organizados” (esto lo trataré más adelante) en su estructura. La época de los solos de guitarra de veinte minutos (Duane Allman, descanse en paz) es agua pasada. A principios de los ochenta, lo que se busca es el “gancho” de las canciones.

Más detalles: la MTV empieza a emitir las 24 horas del día a partir de 1981. El compact disc ya tiene un hueco hecho a mediados de los ochenta y permite a los DJs intercalar canciones de varios artistas con un solo click. Resumiendo: la población no para de consumir música. Y “consumir”, a diferencia de “escuchar”, implica un “usar y tirar” constante.

En efecto, a principios de los ochenta la música popular ya es un negocio de los pies a la cabeza. Viendo el panorama, nadie apostaría por unos nuevos Pink Floyd, por poner un ejemplo -si en 1975 Roger Waters ya se quejaba de la industria musical en “Welcome to the machine”, la década siguiente sólo empeoraría las cosas. Para mediados de esa época, la experimentación con los desarrollos instrumentales, con la armonía y con las melodías recurrentes queda restringida a compositores (de música culta o de electrónica) que ven difícil atraer al público como lo habían hecho en los años sesenta/setenta.

¿Se marcha para siempre la creatividad de la música? Los esquemas de la música popular, sea la que sea, se han vuelto muy rígidos, y respetarlos parece ser la única garantía del éxito mediático. Sin embargo, pronto empiezan a salir nuevos géneros (o mejor dicho: a evolucionar a partir de los anteriores) que juegan con otras cartas para innovar. En efecto, la creatividad no se iría de la música popular para nada: si hasta el momento se había jugado siempre con la melodía, a partir de ahora el ritmo será el protagonista. La diferencia es que el rock ha desterrado para siempre aquella etiqueta pretenciosa llamada “rock experimental” que el punk repudió: quienes experimentan ahora lo hacen de una forma muy distinta a la de antes, y no sólo en el mundo del rock. A finales de la década, el electro-funk, el hip hop, el techno o la música industrial dan el primer paso endureciendo sus bases, procesando sus baterías hasta desdibujarlas, haciendo casi imposible “bailar” su música. El heavy metal, con todas las diferencias evidentes, seguiría la misma ruta.

El Thrash Metal (en su momento llamado “Satanic Metal” por la prensa especializada) irrumpe no sólo en las tiendas de discos, sino incluso en las emisoras de radio. El heavy metal empieza a desvincularse del legado de los setenta: grupos como Thin Lizzy o Wishbone Ash, pioneros del sonido NWOBHM, poco o nada tienen ya que ver con Slayer o Anthrax. Si los dos primeros jugaban con la melodía, los dos últimos potencian el ritmo y su contundencia visceral. Pero además, estos y otros grupos del estilo han aprendido una lección importantísima de la década de los ochenta: la música popular debe tener canciones “cortas”. Esto también los desvincula en gran manera del legado de los setenta. En 1986, la “revolución de los noventa” ya ha empezado. Hemos pasado de la melodía al ritmo y de la duración larga a la corta, pero todavía faltan dos revoluciones más que irían llegando y calando poco a poco.

Hay una cosa que quiero remarcar: hasta mediados de los ochenta, la música de vanguardia,reportaje_noventa4 experimental, no-comercial, especialmente en el rock, jugaba con la melodía. No es cierto que en la segunda mitad de los ochenta esta música no tenga seguidores: simplemente, la experimentación con las melodías de unos Emerson, Lake & Palmer, por ejemplo, ya no da más de sí en el ámbito de la música popular. Los grupos que innovaron en esa época se centraron en experimentar con la contundencia, con un sonido caótico, poco melódico, a veces repetitivo, pero no por eso dejan de ser innovadores. Killing Joke y su álbum debut (1980) son referentes adelantados a su época, en este sentido, dentro del mundo del rock electrónico.

Creo que esto queda ilustrado también con la evolución de los ingleses New Order, grupo de electrónica que partía de unos inicios melódicos (Joy Division) y que supo transformar notablemente su sonido con un single (“Blue Monday”, 1983) en el que el ritmo machacón era el verdadero protagonista.

Pero volvamos con nuestro estilo: la vanguardia del heavy metal a finales de los ochenta empieza a descubrir que la estructura tradicional de las canciones (dos o tres estrofas, estribillo, estrofa, estribillo, puente, etc.) no es la única estructura viable. “And Justice for All” (1988) de Metallica es un gran ejemplo de esto: un disco “progresivo” precisamente por romper la estructura tradicional que la banda usaba en los tres discos anteriores. Por oposición a la música de principios de los ochenta a la que me he referido antes, la que está “organizada” en su estructura, las bandas pioneras empiezan a desdibujar el orden y las partes de sus temas. Además de rítmica, la música popular, para finalísimos de los ochenta, se está volviendo desordenada y caótica en su estructura. “Reign in Blood” (1986) de Slayer es un disco que abre nuevas posibilidades para toda una legión de grupos: exceptuando el primer tema, “Angel of Death”, en el resto del disco no se respeta una estructura convencional de las canciones. Esta tendencia encontraría su culminación en los primeros años noventa con los géneros extremos (especialmente el grindcore), popularizados y expandidos en esa década.

De la misma manera, géneros electrónicos incipientes como el hip hop empiezan a romper estos esquemas tan organizados y rígidos, por oposición a la “electrónica negra” anterior (Herbie Hancock, Hashim) que respetaba la estructura y el omnipresente estribillo en sus canciones. Es cierto que algo parecido ya se hizo en los años setenta con el rock progresivo, que jugaba con la “elasticidad” de las melodías y con las partes de las canciones, que iban y volvían como un bumerán. La diferencia, sin embargo, es sustancial: lo que en los setenta se conseguía desarrollando las melodías, a finales de los ochenta se hizo “cortando” esas partes melódicas. El estribillo o se suprime o sale de vez en cuando: ya no es algo que la canción vaya recuperando armoniosamente.

Así pues, junto a este primer paso de la melodía al ritmo, la música popular rechaza a finales de los años ochenta aquellas “plantillas” pre-fabricadas que la tradición les ofrecía para componer sus canciones. Si bien sigue habiendo un uso de estribillos, de puentes y demás elementos “tradicionales”, muchos de estos nuevos géneros, conscientes de haber perdido el apoyo mediático antes de empezar, no subordinan su creatividad a los esquemas radiofónicos. La mayoría de las veces buscan transmitir unas sensaciones y emociones primarias, inmediatas. La carta de la melodía va muy unida a la del orden, y nada de esto les interesa para nada.

reportaje_noventa5Finalmente, la música culta o “clásica” del siglo XX trae una novedad que la música popular no descubriría hasta muchos años después: las cacofonías, las disonancias o los ruidos musicados como elementos estéticos. El compositor italiano Luigi Russolo, en 1913, escribió el manifiesto “El arte de los ruidos” en el que defendía la ampliación de los timbres y la inclusión de ruidos “urbanos” en la música culta. Esta idea fue crucial en el desarrollo de la música clásica a mediados del siglo pasado: la música popular, en cambio, tendría que esperar a Napalm Death, Godflesh o Nine Inch Nails para ver realizada una idea que las “altas esferas” llevaban practicando mucho tiempo.

El noise rock (con grupos de Nueva York ya citados), en este sentido, fue un claro precedente de una “revolución” culminada en los años noventa, y que no sólo afectó al mundo del heavy metal: como ya he dicho, muchos estilos de electrónica hicieron lo mismo en un momento coetáneo (los estilos “hardcore”). En este sentido, y fuera del ámbito del rock/metal, merece una mención especial el segundo disco de Public Enemy (quienes grabaron un videoclip con Anthrax), “It Takes a Nation of Millions to Hold Us Back” (1988), que experimenta con samples tanto de funk setentero (o incluso heavy metal) como de ruidos urbanos. En una entrevista de 1990 para Keyboard Magazine, Hank Shocklee, productor del disco, declararía: “Nosotros pensábamos que la música no es otra cosa que ruido organizado. Puedes tomar lo que quieras –sonidos de la calle, a nosotros charlando, lo que quieras- y hacer música ordenándolo”.

Si técnicas como el scratch dieron el primer paso para la música electrónica al jugar con ruidos, extremar la distorsión de las guitarras serviría a los músicos de heavy metal para jugar con “sus” ruidos.

Este último fenómeno, el de administrar los ruidos para que sean estéticos, es posible sólo con música “de estudio”, es decir, que se trata de una evolución de un fenómeno iniciado en los años ochenta, y que he comentado más arriba: el hecho de que la música incorpore tecnología electrónica (y en última instancia, digital). Esta revolución tecnológica comporta el auge de muchas figuras (DJs, canales musicales de televisión, etc.), y una de ellas es la del productor. Éste, en los estilos electrónicos, pasa a ser el auténtico “cerebro” detrás de un disco.

En el mundo del rock/metal, esto no es exactamente así: los músicos conservan su protagonismo, pero (y esto me parece muy relevante), el estudio es ya un instrumento más, algunas veces al mismo nivel que la guitarra o la batería. Es algo que juega un papel crucial. En este sentido, los experimentos en los años sesenta de Frank Zappa son un precedente claro de algo que se extendería a finales de los ochenta y principios de los noventa: la inserción de efectos de estudio impactantes, muchas veces cacofónicos o “ruidosos”. En el mundo del metal, el primer álbum de Deicide (1990) y su producción totalmente barroca me parece un buen ejemplo de ello. Aunque es cierto que el directo sigue siendo crucial para casi todos los estilos de música (también los electrónicos), este hecho que he comentado reafirma la naturaleza del heavy metal como una música “de estudio” más que “de directo”. Una muestra de ello es que surgen “genios solitarios” (Quorthon de Bathory, por ejemplo) que saben perfectamente cómo usar el estudio como herramienta creativa.

Recapitulando lo dicho hasta ahora, entre finales de los años ochenta y principios de los noventa se dan una serie de factores que cambian para siempre la forma de tocar/hacer música popular: primero, la explotación del ritmo y no de la melodía; segundo, la revisión de la estructura de las canciones; tercero, la incorporación deliberada de sonidos cacofónicos/ruidos en los discos. Los ejemplos citados son en su mayoría de finales de los años ochenta: para ilustrar el presente reportaje, he querido citar a los pioneros de cada uno de estos fenómenos, pero esta “revolución” se vería culminada en la década siguiente. Finalmente, el hecho de que estos tres fenómenos (y todas sus consecuencias que he ido detallando) se den en más de un género musical me parece una prueba de que la metamorfosis que hizo el rock/metal en los años noventa no es equiparable a las anteriores. Se trata de un cambio brutal no sólo en los recursos, sino en la esencia misma de la música popular. “La corrupción de la armonía”, además de ser un disco de Napalm Death, es algo con lo que la música tiene que convivir desde hace unos 25 años. Y que dure.

Jaume «MrBison»