El Rock es un círculo mucho más cerrado de lo que parece. Todos sabemos que no solo es un estilo de música, sino una forma de vivir en la que cada cual se integra en mayor o menor medida, según sus gustos y sus intenciones. Tras décadas en las que hemos vivido momentos mejores y peores, la falta de relevo generacional hace que el grueso de integrantes seamos los mismos, cada vez más viejos y más pellejos, disfrutando de una música que hace mucho tiempo que dejó de ser símbolo de juventud para ser, a día de hoy, “música de padres”. O “de abuelos”.
Por todo esto y mucho más, en este mundo ya nos conocemos casi todos, en especial si pertenecemos a algunos de los estamentos de “la industria”. Es decir, músicos, managers, promotores, periodistas, locutores, salas… Ya sabemos de qué pie cojea cada uno, las virtudes y defectos de cada cual y qué se puede esperar de cada uno de nosotros. El Rock es una gran familia y, como en todas las familias, todos tenemos nuestras filias y nuestras fobias, compañeros con los cuales congeniamos y otros a los que no soportamos. Es la naturaleza humana.
En mi caso, cuando pasé de ser un simple aficionado a integrarme en esta rueda mediática como parte de The Sentinel, hace ya más de 20 años, poco a poco fui eliminando esa imagen bucólica del músico para reemplazarla por el conocimiento real de la persona. Cuando esos ídolos dejaron de ser fotos en un disco o posters en la pared, para convertirse en personas de carne y hueso, debo reconocer que en algunos casos se me cayeron mitos y en otros mi admiración creció aún más. Al fin y al cabo, los músicos son personas como las demás, con sus virtudes y sus defectos, normalmente más accesibles de lo que se pudiera pensar. Si hay algo que les podría unir a todos (o a casi todos) es esa tendencia a hablar de sí mismos, de ser el centro de atención. Supongo que eso es lo que hace falta para subirse a un escenario, de lo contrario no reunirían el valor necesario.
Por eso, hay que saber que cuando un músico dice que “el público no va a los conciertos” o “el público no compra discos”, lo que de verdad le quiere decir es que “el público no va a MIS conciertos” o “el público no compra MIS discos”. Y la queja suele incluir algún reproche a ese público por no consumir lo que ellos ofrecen. Esos reproches son muchos y variados, desde atacar a los grupos de versiones a quejarse porque hay muchos aficionados que prefieren ver a los Rolling Stones que a un grupo en una sala pequeña, como si ambas cosas tuvieran algo que ver.
Si hay algo que nunca podemos olvidar es que el público es soberano. Que cada uno hace con su dinero y con su tiempo lo que le apetece, sobre todo cuando estamos hablando de ocio. Que una persona no debe ir a un concierto “por apoyar la escena”, sino porque le apetezca y se vaya a divertir. Que no es una obligación, sino una opción personal. Y que, sin duda, hay mucha más oferta de discos y conciertos que público que pueda demandarla.
En unos tiempos donde grabar un disco es más fácil que nunca y donde hay decenas de salas ofreciendo conciertos cada día, sin salir del mismo estilo, la conclusión es que la oferta es cada día más grande para una demanda cada vez más escasa. Así que la mayoría de los nuevos discos estarán condenados a pasar desapercibidos y la mayoría de esos conciertos tendrán una asistencia pobre. De donde no hay, no se puede sacar, lamentablemente.
Quedan muy lejos los tiempos en los que la juventud rockera era muy numerosa. Ahora ni somos jóvenes (salvo honradas excepciones) ni somos numerosos. Además, en aquellos añorados ’80, cualquier panda de amigos mínimamente organizada podía, entre compras propias y de los compañeros, hacerse con todos los lanzamientos discográficos que se producían. En la actualidad, en una semana se ponen en circulación más discos que en un año completo de los de entonces, para un público infinitamente menor. Las cuentas no salen.
Yo no tengo la solución, ni creo que la haya. Los grandes grupos, cuyo nombre es suficiente para vender discos y entradas, están dando sus últimos coletazos. Y con ellos, la mayoría del público que ve como la edad del rockero medio sube cada vez más. Así que intentemos quejarnos menos y disfrutar más, congratularnos de haber vivido la época dorada del ROCK y confiar en que los vaivenes del gusto musical nos devuelvan a la actualidad en algún momento. Yo confío en que el Rock se convierta en un estilo intemporal como el jazz, el blues o la música clásica y no desaparezca como el charlestón o la zarzuela. Pero eso solo el tiempo lo dirá.
No quiero terminar este editorial veraniego para mandar desde aquí mi más profundo apoyo a José Martos, uno de los integrantes de esta “familia del Rock” con el que mejor sintonía tengo, para enviarle toda la fuerza necesaria para afrontar este duro año que está viviendo y desearle que sus problemas de salud se solucionen de la mejor manera posible.
Salud y Rock & Roll. Siempre
Santi Fernández “Shan Tee”