PARADISE LOST + WITHIN TEMPTATION + TAPPING THE VEIN – Domingo 16 de marzo de 2003, Sala Caracol (Madrid)

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No nos engañemos. Paradise Lost no son aquellos jóvenes que con «Mortals watch the day», «Eternal» o «Widow» propinaron una bofetada en la cara de los pobres trendies de turno que sacaban pecho por asistir a la descarga de los hermanos Cavalera en su vanagloriado «Chaos A.D.», injusta etiqueta de banda cool del momento que tuvieron que soportar los brasileños durante su etapa de mayor repercusión comercial. Sin embargo, los británicos han salido bien parados de cada envite que se han propuesto en su dilatada carrera y pueden sentirse orgullosos de haber creado un vínculo inquebrantable con sus incondicionales.

Pero volvamos a lo que nos concernía. Dados mis nulos conocimientos de las formaciones que abrieron el show (Within Temptation y Tapping the Vein), me limitaré a destacar las voces femeninas que estaban al frente de ambas, ya que con diferencia fueron las protagonistas de sus respectivos espectáculos y, visto lo que vendría después, de la noche.

De Paradise Lost tampoco me extenderé en los detalles del set, puesto que repitieron el del día anterior en Murcia de manera mecánica. Siete temas de «Symbol of life», por si alguien no se dio por aludido de que se encuentran promocionando un nuevo trabajo, y nueve de la era post-«Gothic», seleccionados con precisión y algún desatino también (lo de «Embers Fire» no tiene nombre y las ausencias de «The last time», «Forever failure» y «True belief» fueron significativas).

La primera cuestión que me llamó la atención fue el sonido tan fuerte del que hicieron gala. Si bien las voces que preconizaron un regreso a los días de «Draconian times» con este último lanzamiento andaban algo desencaminadas, no se puede decir lo mismo del directo. Los bafles despedían un sonido irreconociblemente heavy que nada tiene que ver con aquel de las giras de «One second», «Host» o «Believe in nothing», donde las guitarras de Mackintosh y Aedy pasaban por un filtro de pedales que las modernizaba considerablemente.

Según iban entrando en escena los miembros del combo y se iban sucediendo los primeros minutos del concierto, se despejaban las incógnitas. Mackintosh lucía un look de rock’n’roller escandinavo (camiseta negra estampada con un ‘666’ y melena corta desaliñada) que, unido a sus agitados movimientos y entrega al feeling de las canciones que en su mayoría él mismo ha compuesto, empujó los ánimos de los asistentes para contrarrestar la frialdad de Nick Holmes, que esta noche estuvo especialmente pasota.

El cantante se mostró tan sumamente profesional y concentrado en la labor de ajustarse al patrón de su interpretación que aparcó su habitual arrogancia británica (¿acaso sólo la gasta en su patria?) y con unos desganados ‘thank yous’ se despachó al personal con el cumplimiento de papeleta más frívolo que he visto en mucho tiempo. Por ello se ganó a pulso el que mucha gente le acusara de actitud despreocupada y de echar abajo el show una vez finalizado, aunque si alguien esperara que sonriera y agradeciera jubilosamente, se está equivocando de hombre. Estamos hablando de Nick Holmes, el mismo tipo que en el festival de Donington se permitió calentar los ánimos de sus paisanos a base de «come on u fuckers» cada dos segundos o en una fecha suelta en el Mean Fiddler londinense, sin tour ni compromiso de por medio, provocó el rubor de algún que otro fan exaltado que le hizo cuernos en busca de complicidad o le solicitó algún tema más «duro» con unas «dulces» dedicatorias. Fue tanta indiferencia la del frontman en Madrid que convirtió aquello en un lance a ratos aburrido y ese espíritu se contagió más de lo debido.

Otro detalle especialmente notorio fue que Lee Morris no arropó a Holmes en los tonos más altos. El batería apareció desprovisto de los cascos y el micro que hasta ahora portaba en escena.

Como anécdotas, sólo un par reseñables. No sé si el sistema de aire condicionado de la sala estará hecho un desastre o funciona así normalmente, pero permanentemente en el centro del escenario caían unas gotas del techo que me tuvieron expectante durante la hora y pico de actuación. Las caras de asombro y extrañeza se adueñaron de la Caracol cuando, en las estrofas finales de «Two Worlds», Nick, que no hacía más que mirar el suelo dando la impresión de estar leyendo la chuleta con las letras, decidió dejar de cantar con un gesto de contrariedad y se marchó a beber agua al lado del kit de Morris dando la espalda al público, abandonando la última repetición del estribillo a la suerte instrumental de sus compañeros. Especialmente graciosa también fue la petición por parte del cantante de alguna pieza en particular. Ni decir que no tardaron ni un instante en caer los gritos que clamaban por temas de todas las épocas, pidiendo incluso «Once solemn». Pues en mitad del tumulto organizado, el grupo arranca «Self-obsessed» pasando olímpicamente de las demandas de sus seguidores, que nos quedamos con un palmo de narices.

De todo lo que escuché a la salida de la sala, me quedo con la frase de un fan: ‘Venir a un concierto de este grupo es sufrir’. Sobran las explicaciones. Después de todo, me dejé la garganta y gocé de igual forma, aunque no sabría explicar el por qué. 

Texto: J. A. Puerta