Editorial Enero 2008: “¿Se muere la música?”

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¿Ha muerto la música? Dicen por ahí que no, que quienes asistimos a la decadencia del sistema tal y como lo conocíamos hace menos de una década, sin duda exageramos. Hay quien nos llama agoreros, derrotistas… pero el halo de pesimismo que rodea a quienes hemos vivido y, todavía en algunas facetas, vivimos la música con intensidad es, primero innegable, y segundo, inevitable. Y no me estoy refiriendo en particular a que haya poca o mucha cantidad o calidad, a que las oportunidades sean cada vez menos, a que desaparezcan los soportes, a que los grupos tengan que pagar por tocar, a que cierren tiendas, a que Internet lo mate todo… no, no, nada de eso en particular sino más bien todo en conjunto.

Acumular muchos años de experiencia no solamente se transforma en información, sino que se llega a interiorizar de forma que se ve y escucha desde una atalaya que da una perspectiva diferente al novel, y a la que solamente se llega por un camino: el tiempo. Una experiencia que no es de una única naturaleza, sino que teoría y práctica conviven en distintas formas, todas complementarias, para construir una idea. Sin embargo la experiencia, me refiero a la de mucha gente que vive por y para la música, no ha impedido que sea una guerra perdida.

El Sistema, mejor dicho, el diseño del Sistema sigue su curso, cambiante, camaleónico, adaptándose a las nuevas circunstancias, pero el que se jode siempre es el consumidor y ¡ojo!, que ser consumidor no es incompatible con ser creador o ejecutor. Aquí están equivocados quienes piensan que hacen caja destrozando el arte, pero que salvan el culo mientras todo alrededor se desmorona, o quienes inventan soportes, formatos o triquiñuelas para perpetuar la estructura de un negocio que no se sostiene. Son supervivientes de una estrategia que se les ha ido de las manos, pero que acabará fagocitándolos también.

Muchas veces comentamos, en tono nostálgico, historias sobre las Basf de 90, sobre “ponerse los dedos negros” rebuscando entre cajones de discos, o abrir la carpeta de un disco de vinilo y empaparte de las letras mientras escuchas el contenido. No nos damos cuenta por la inmediatez del tiempo, pero todo eso ha pasado a la historia, como pasaron antes de eso otras prácticas por avances tecnológicos o sociales. En este caso creo que no se puede hablar de evolución, sino de decadencia.

Que “los tiempos cambian” ya lo escuchó decir Sancho Panza de su “amo”, pero la idea de progreso que invade la música no tiene mucho que ver con el amor por la música, al menos esa es mi sensación. La presunta evolución y sus efectos se han centrado básicamente en el incremento brutal de la oferta, en una accesibilidad mal entendida y en la cultura del “usar y tirar”. El mal uso y el abuso de las nuevas tecnologías minimizan otros ritos que no tenían por qué desaparecer, no había razón lógica, aunque la costumbre fuera la ley no escrita que lo dictara. Se podría convivir perfectamente, pero hay quien no sabe controlarse. Ahora se pagan los excesos en forma de cierres de tiendas (discos, hi-fi, etc.) y desaparición de otras empresas, la proliferación de tiendas de instrumentos de ínfima calidad a precios por el suelo, la eliminación del soporte físico, el menosprecio a la calidad de la música y al oído de quien escucha… no sigo porque tengo la misma sensación que me invadió cuando dieron la primera noticia sobre el cambio climático: Ya era tarde.

Tampoco sirve, por muy fuerte que sea la tentación, refugiarte en tus viejas prácticas, volver a escuchar tus viejos discos, estudiártelos tema a tema como hace años, sabértelos de memoria, bucear en los detalles… No sirve porque te encierras en un mundo estanco y te pierdes lo bueno, por escogido, que pudiera ir ofreciéndose, y eso también es absurdo, porque lo hay, y mucho. Pero, sobre todo, porque esa sería la puntilla para quienes todavía quedan en los locales de ensayo intentando hacer música de calidad y poder ofrecerla a quien tenga oídos para escucharla. Otra cosa bien distinta es el camino que recorre esa música para llegar a su destino, si es que llega.

La inmensa mayoría no se da cuenta, pero también hay quien no quiere darse cuenta. Van con la corriente, arrastrados por la vorágine del consumo y de la acumulación de archivos inútiles que apenas escucharán una vez en su vida y en pésimas condiciones. Muchos músicos se mueren de asco en el local por falta de sitios para tocar, lo antieconómico del asunto en la mayoría de los casos y la pérdida de interés. Otros, los que mejor se adaptan a “las exigencias del mercado” o a la falta de sentido crítico, sobreviven en un panorama desolador de morralla y mediocridad destinada a orejas condescendientes, para acabar en el cubo de la basura o en la papelera de reciclaje.

Esto no es una predicción apocalíptica, es una jodida realidad de la que me niego a participar. No es la piratería la que tiene la culpa, ni el eMule, ni aumentar el volumen de la señal para satisfacer el consumo en formato comprimido, ni vender cantidades ingentes de guitarras Stagg, ni el desconocimiento de los mínimos requisitos imprescindibles para entender lo que se escucha, no, no es eso… es todo eso y más. Es el entorno que rodea a la música, tal y como se concibe hoy, último día de 2007.

Falta Educación Musical, con mayúsculas y sobran prejuicios e intereses económicos. Esto ha sido siempre así, ya lo sé, pero estamos viviendo unos tiempos en los que el problema ha adquirido unas dimensiones tales que es imposible volver atrás. Habrá que ser más humildes y empezar de cero, dándole la importancia que nunca tuvieron a las asignaturas artísticas, potenciando escuelas de música, fomentando y haciendo más accesible la cultura musical (no solamente la música), facilitando llenar el tiempo de ocio con este tipo de actividades, incluidos los medios de comunicación, etc.

No es un problema, por tanto, que se ciña exclusivamente a los afectados de forma directa. Es un problema de falta de voluntad política, de falta de estructura y de mecanismos, de falta de cultura y de mentalidad, y eso es lo realmente grave. Tal y como está diseñado el cotarro, en estos momentos es prácticamente imposible dar un giro brusco en la tendencia para reconducir el asunto, así es que habrá que confiar en que, quienes tienen la potestad de poder cambiar el diseño del sistema ese a que hacía mención unos párrafos más arriba, tengan también la inspiración de rediseñarlo en función de criterios sostenibles.

Mientras tanto, resistiremos como podamos.

Alvar de Flack